Mcb777 APP<![CDATA[Stories by David Martín-Romero on Medium]]> http://jeetwincasinos.com/@DavidMartin-Romero?source=rss-f59ef48efa5b------2 http://cdn-images-1.jeetwincasinos.com/fit/c/150/150/0*SOX1M4sWL5IPzBE4.jpeg Mcb777 Affiliate<![CDATA[Stories by David Martín-Romero on Medium]]> http://jeetwincasinos.com/@DavidMartin-Romero?source=rss-f59ef48efa5b------2 Medium Mon, 26 May 2025 02:05:50 GMT Mcb777 Login<![CDATA[Stories by David Martín-Romero on Medium]]>

RUPTURA

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De soledad, salud mental… y tantas otras cosas (igualmente divertidas). Parte IV

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De soledad, salud mental… y tantas otras cosas (igualmente divertidas). Parte III

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Apenas comenzado este pasado enero, publicaba Antonio Molleda, aquí en El Círculo, un artículo titulado “Una Introducción al Pensamiento…

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De soledad, salud mental… y tantas otras cosas (igualmente divertidas). Parte II

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De soledad, salud mental… y tantas otras cosas (igualmente divertidas). Parte I

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Parte II: La anécdota

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Imagen crepuscular de una granja contra el horizonte rojizo al final de una llanura de campo helado.
Photo by on 

El campo helado

La visión del campo abierto en pleno invierno, la extensión de la tierra ampliándose en ondulaciones, llanos, promontorios, cubierta de arbustos, matorrales, plantas cuyo nombre ignoro con sus ramas desnudas de hojas, pequeños olivares, siembra de vides dormidas, árboles caducos que brotan intermitentes, aquí y allá, rasgando el horizonte a lo largo de una llanura de suelo helado, impenetrable. A veces, un águila atraviesa el cielo sobre mi cabeza; a veces es un halcón. Hay días en los que luce el cielo claro y azul como un lago cristalino. Hay días en los que pesadas nubes negras atraviesan el aire enrarecido. Pero siempre, invariablemente sucede que, cuando me encuentro situado en medio de estos parajes típicos de la meseta castellana, tras haber caminado varias horas sin cruzarme con una sola alma y me detengo, interrogante, a sentir cómo el viento del norte penetra en mis pulmones poniendo en tensión hasta la última fibra de mi cuerpo, recuerdo. Entonces recuerdo por qué me fui de la ciudad. Y si hubiera podido, me hubiera ido todavía más lejos. Y con todo, lo cierto es que, por muy lejos que vaya, siempre vendrá conmigo ese espíritu interrogante, cuestionante, dubitativo. Pues soy yo mismo. No deseo crear mayor expectación acerca de la pregunta que de manera constante vibra en mi ser: ignoro cuál es, soy incapaz de formularla en palabras. Sé que es una pregunta acuciante, nerviosa, inquietante, pero no sé darle voz, a no ser que el silencio sea también una voz. Si lo es, esa pregunta es puro silencio. ¿Cómo conceder la palabra adecuada al silencio? Es extraño, y seguramente contradictorio, pero el silencio de la pregunta que entona la íntegra totalidad de mi estado anímico me dice una cosa y solamente una: que no puedo estar callado por más tiempo.

Un perro ladra en la distancia. ¿Dónde estoy? Hace tiempo que me he extraviado del camino. Tengo que volver a él. ¿Cómo? Caminando. Nunca he ido tan lejos como para perder de vista las referencias geográficas que me indican el camino de regreso, y es hora de regresar. ¿Adónde? Al mundo. El silencio de la pregunta me sugiere, entre ráfagas de aire, que hable de la soledad. Silencio, soledad: palabras que recuerdan afectos tristes, depresivos. Sólo que aquí la tristeza y la depresión pasan, como todo pasa, como pasa el invierno, y quiero ser lo bastante fuerte como para desentenderme de la promesa poética de la primavera, y mantenerme en la intemperie, en lo puramente inhóspito del pensamiento que se piensa a sí mismo. Ha llegado el momento de hablar, y para mí escribir es, fundamentalmente, hablar, dialogar. Platón dijo que la filosofía es el diálogo del alma consigo misma. Pero esta monadología de almas que surgen y desaparecen dialogando consigo mismas en el indistinto, es aún más triste que todas las tristezas y aún más solitaria que todas las soledades. La mónada, que es el alma para Leibniz, también tenía otra cualidad: reflejar el mundo. ¿Qué es reflejar, reflexionar? Dialogar. Y el diálogo se extiende mucho más allá de la soledad y del reflejo del mundo, alcanza a otras almas, no es nada sin otras almas; sea lo que sea la filosofía, el auténtico diálogo sólo completa su curso en el encuentro espiritual entre conciencias, en el reconocimiento. Si la historia de la humanidad es el relato de un largo, arduo, durísimo pulso por alcanzar el re-conocimiento, habría motivos para considerar que, al menos en lo que respecta a las sociedades occidentales y occidentalizadas, los extraordinarios logros de la revolución tecnológico-industrial han provocado también la pérdida de algo esencial: esta pérdida ha interferido la fluidez de las comunidades entre seres humanos y la propia comunidad del ser humano con la naturaleza. Eso perdido por el camino es en buena medida la fuente del creciente malestar, y al menos en mi caso la razón de mi huida, de mi “proclividad a la tristeza y a las fugas”. No creo que sea posible ningún regreso a un paraíso alegremente imaginado, como tampoco la huida, la queja, el mal humor, el resentimiento, sirven al cabo para otra cosa sino para ahondar en la desesperanza. Sí creo que es posible regresar al diálogo, y desde él mirar hacia el futuro con recobrada ilusión, a pesar de las tribulaciones y de los desafíos. Para ello, hay que aprender a dialogar, a dialogar mejor: discutir qué es el diálogo, cuáles son las causas de la desesperanza, cómo se presenta el futuro, dónde encontrar la motivación ilusionante, a qué se deben las tribulaciones, en qué consisten los desafíos. Y sería absurdo que esto, precisamente esto, lo pretenda llevar a cabo uno solo. Para aprender a dialogar, antes es imperativo desaprender a estar solo, en el sentido de aislado. — Por el contrario, saber estar solo, como tal: conocer, respetar y gozar la soledad, es uno de los presupuestos de todo auténtico estar en buena compañía.

Un pequeño riachuelo se abre paso rodeado de plantas, árboles y arbustos pletóricos de color verde.
Photo by on  (Detail)

Senderos de Castilla

Por eso le pedí, hace ya tiempo, a un buen amigo que me acompañase en el recorrido de un sendero que comienza a pocos pasos de la casa donde vivo. Su respuesta se retrasaba, y sin embargo nunca me terminé de animar a recorrerlo íntegramente por mí mismo. Situado al inicio del mismo, un cartel envejecido, oxidado el metal que lo soporta, con letras diluidas e ilustraciones desgastadas cuenta al caminante la historia del sendero, indica la ruta del mismo en un mapa de la zona, ofrece anécdotas, curiosidades y datos sobre la flora y la fauna de la región. Calcula la duración de la caminata: en torno a cuatro horas, a paso medio. Muchas de las mañanas que salgo a dar un paseo matinal, a recibir la luz diurna y meditar sobre el trabajo de la jornada, camino por este sendero, no más de una hora de ida y vuelta, a menudo menos. A ambos lados se extienden tierras de labranza, sobre todo vid y olivo, pequeñas construcciones y casetas de aperos, también lo que parece una casa de campo, una vivienda familiar que cuenta con establos y cinco o seis caballos de buen aspecto, sanos, bien cuidados, preciosos. A lo lejos asoma una urbanización cuyos terrenos, creo, aún no han sido urbanizados, y al fondo en la lontananza el camino se pierde entre los árboles.

La semana pasada, por fin mi amigo se decidió a acompañarme. Fue uno de los días más luminosos y despejados de este nuevo enero. Desde el primer momento, percibí en mi acompañante un ánimo turbio, descontento, malhumorado, por lo demás habitual en él, pero esta vez resultaba más intenso que de costumbre. Como lo conozco, sé que, por un lado, las preocupaciones de la vida diaria que en general todos compartimos lo afectan sobremanera; por otro lado, la frialdad paisajística del sendero castellano que estábamos atravesando, al igual que las bajas temperaturas, parecían estar haciendo mella en sus ya decaídos afectos. Como muchas otras veces en el pasado, no pude evitar preguntarme: ¿para qué ha venido? Si no tiene intención de disfrutar del paseo, ¿qué hace aquí? Caminaba un par de metros por delante mío, sin mirarme, apenas sin hablar, reaccionando de cuando en cuando a las batallas que yo le contaba con desgana, más por deseo de animar el ambiente que de conversar. En esas condiciones, una auténtica conversación hubiera sido más bien imposible. Cada vez que, avanzando el camino, me salí del mismo para tomar un punto elevado y alcanzar con la mirada una vista panorámica del paisaje, se quedó abajo. En los tiempos para él muertos en los que yo me detenía para observar, tocar, oler o respirar, sacaba su teléfono móvil y se dedicaba a jugar a un jueguecito, cosa que por lo demás hace cada dos por tres, esté donde esté. Hablamos de un hombre de cincuenta años.

Al llegar a un arroyo que parecía correr, mágicamente, contra su propia corriente hacia una fuente elevada, ni se molestó en leer conmigo un pequeño cartel que daba notas histórico-pintorescas del lugar. Una y otra vez insistía en caminar por delante de mí a paso ligero; al final, me cansé y apreté mi propio paso dejándolo atrás hasta que concluimos el recorrido del sendero, en menos de tres horas. Ya de nuevo entrando en mi pueblo, reconoció estar agotado, dolorido de pies y piernas. Le dije que se hubiera sentido mucho mejor si hubiéramos caminado con calma, disfrutando del camino. Me contestó que era yo quien había decidido ir deprisa. Le expliqué por qué. Regresamos a la puerta de mi casa, donde había aparcado su coche, y se fue. Una velada maravillosa. Y todavía no he contado lo que nos sucedió a mitad del camino. Pero he querido compartir esta historia porque la actitud que he tratado de describir en mi amigo, a mi juicio, se está extendiendo con una rapidez inusitada: por todas partes, hombres y mujeres malhumorados, preocupados, ensimismados, desagradables, maleducados, convencidos de su derecho a convertirse en un atajo de resentidos y abandonarse al agujero negro de la dejadez, por el que se despeñan gruñendo, refunfuñando. ¡Hay tantas cosas que van mal en el mundo! ¡La gente es tan mala! ¡La vida es tan dura! Y lo que es aún mucho peor: lo veo reflejado en mí mismo, a mí también me está pasando, puedo percibir cómo el aislamiento cainita va penetrando cada poro de mi cuerpo… Pero no estoy dispuesto a permitirlo. No: bajo ningún concepto. Para mí, la vida es decir sí, hacer sí, como manda Nietzsche. Y puesto que una de las experiencias más gratificantes de mi vida ha consistido en poder participar de la historia de la cultura occidental, voy a hacer lo que permitió que dicha cultura haya alcanzado los momentos de su mayor grandeza (la cual, por supuesto, también está siendo atacada por sus epígonos), a saber: hablar, escribir, pensar. Y hacerlo con los demás y para los demás. Y también contra unos cuantos.

Imagen de dos perros, probablemente jugando, que utilizo para sugerir la agresividad de los animales.
Photo by on 

Los dos perros

No es una metáfora, más bien poco afortunada, sobre mi amigo y sobre mí. O tal vez sí, pero entonces lo es en un sentido carente de connotaciones peyorativas: con frecuencia dos canes, salvajes o callejeros, se juntan y conviven no por instinto gregario de manada, sino para no estar solos. Parece lo mismo, pero no lo es. Mi amigo y yo, que a primera vista no tenemos mucho en común, compartimos una serie de experiencias vitales, similares en lo destructivo de la mismas, en su rigor, en su dolorosa memoria. Mi amor por los animales me hace imposible utilizar al perro para expresar una comparación ignominiosa. En todo caso, los dos perros no éramos nosotros, eran dos perros bien reales que nos encontramos a mitad del sendero, en un lugar donde éste se estrechaba custodiado por las vallas de dos terrenos privados que se extendían a los lados. En un punto concreto, el camino lindaba directamente con los vallados, de manera que casi se podría tocar a ambos, a la vez, con las propias manos. Uno de ellos estaba construido un tanto improvisadamente, con telas verdosas que no llegaban a los dos metros de altura, algo repugnantes, adheridas a postes de metal y troncos de madera de aspecto más bien endeble. Aquí es donde de repente aparecieron dos perros de considerable tamaño. Sucede que yo también soy un hombre de considerable tamaño, y eran tan grandes como yo. Fieros, decididos a ahuyentarnos, probablemente a atacarnos si tuvieran opción, se arrojaron sobre las vallas de tela ladrando, rugiendo y enseñando dientes con una agresividad pasmosa. Mi amigo se quedó lívido, dando lentos pasitos hacia atrás como si tuviera escapatoria en el caso de que los animales quebrasen, doblaran o rasgasen la valla, lo que parecía perfectamente plausible en cualquier momento. En mi caso, no es la primera vez que tengo un susto parecido, y por si acaso llevo una navaja en la mochila de dar paseos por el campo. Así que me saqué la mochila de la espalda, cogí y abrí la navaja, y me arrodillé en el suelo con una mano blandiendo el arma y la otra sosteniendo la mochila para interponerla entre mí y los perros, si llegaban a superar la valla. Estaban a menos de un metro de nosotros. La valla se movía como si fuera a ceder, pero finalmente aguantó. Le dije a mi amigo que no les mirase a los ojos, aparté yo mismo la mirada y caminamos primero despacio y luego más aprisa hasta que, alejándonos, los animales dejaron de perseguirnos. Sus ladridos nos acompañaron todavía un buen trecho.

Mi amigo ya no dejó de murmurar, protestar y despotricar sobre esto y lo otro durante el resto del camino. No le hice ni caso. En realidad, me sorprendí, y aún sigo sorprendido, de mi sangre fría. Por un instante llegué a asumir como inevitable que los perros se nos abalanzaran, y sólo pensaba en hacer el mayor daño posible para conseguir que me hicieran el menor daño posible. Debo reconocer que, si en efecto los perros hubieran logrado llegar hasta nosotros, no descarto haberme quedado paralizado. El hecho es que no lo sé, y espero no saberlo nunca. Lo que sí sé, es que mi pulso cardíaco no se aceleró lo más mínimo. Y estoy, ya más que sorprendido, extrañado. Soy una persona que se agobia con facilidad; en situaciones de alta presión puedo ser tan capaz de sobreponerme como puedo no serlo, me vengo abajo con relativa frecuencia, la sola incomodidad me altera, no digamos ya el miedo, y en general a lo largo de mi vida he logrado evitar situaciones límite porque me sé anticipar a ellas. Lo raro ha sido llegar al enfrentamiento directo, con las manos; he entrenado durante años en clases de boxeo, pero ya siendo adulto, nunca he peleado más allá del deporte mismo. En el plano social o, digamos, psicológico, es otra cosa. Aquí nunca he renunciado al conflicto, e incluso cabría decir que yo soy, a menudo, el conflictivo. Pero la reflexión más importante que he podido hacerme tras esta experiencia, ha dado un giro aún más extraño y sorprendente: al constatar que en una situación aterradora no tuve miedo, viviendo y sintiendo este no-tener-miedo cuando supuestamente no debería haber sentido otra cosa, me he dado cuenta de que llevo años consumido por el miedo. Pero ¿miedo a qué? No estoy seguro. ¿Soy el único? No lo creo. ¿No será que nos sucede cada vez más, que por alguna razón estamos cada vez más asustados, más constreñidos, más recelosos… y esto provoca que nos estemos aislando los unos de los otros en esta época tan incierta? Pero… ¿incierta por qué? ¿No sería más incierta la vida en la selva, o en las culturas primitivas, o en la Antigüedad, o en la Edad Media, o en cualquiera de los lugares donde hoy se imponen los horrores de la existencia? ¿Qué está pasando?

Foto de

La esencia

Con esta palabra no pretendo anunciar la destilación de algo así como una “esencia” de lo hasta aquí escrito, una suerte de enseñanza, moraleja o conclusión. Ya de niño me disgustaba que me endosaran moralejas en los cuentos y relatos que tanto disfrutaba y sigo disfrutando. De la conclusión me encargo yo, es una experiencia íntima, o dicho con otras palabras: cualquiera puede decir misa, que sólo uno puede aprender por uno mismo. Sé que en el relato y las ideas que acabo de compartir hay algo esencial, pero es algo que debe ser buscado, indagado, investigado, pensado, para empezar por mí mismo. Si ahora tratamos de pensar, juntos, qué es, por excelencia, lo más digno de ser pensado, eso es la excelencia como tal, la propia dignidad, y puesto que ambas son palabras y al tiempo ideas, de lo que se trata es de pensar el lenguaje y el pensamiento. Éste es el objetivo de todos los escritos que voy a compartir en esta red de aquí en adelante. Quizá en el camino descubramos cómo saber cuál es el auténtico camino de la vida, y que lo esencial es aprender a caminarlo.

Foto de

Una ocurrencia

De todas formas, cuando tenga un momento me voy a pasar por el ayuntamiento de mi pueblo y voy a preguntar quién es el responsable directo del cuidado y mantenimiento del sendero. Me voy a presentar, le voy a estrechar la mano, le voy a explicar lo que nos sucedió a mi amigo y a mí, y luego le voy a pegar un sartenazo.

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